Columna publicada en Ámbito Jurídico, el 24 de enero de 2018.
La tasa de homicidios de Bogotá en el 2017 llegó a ser de 14 por cada 100.000 habitantes: la más baja de los últimos 40 años. Sin embargo, cuando nos comparamos con otras ciudades latinoamericanas, las cifras siguen siendo altas: Lima (7,7), Buenos Aires (4,1) y Quito (5,7) han bajado sus indicadores a un solo dígito, y Santiago de Chile tiene una tasa de 10,4 homicidios por cada 100.000 habitantes.
A finales de los años noventa, el país se hiperespecializó en desarrollar su capacidad militar para luchar contra las guerrillas en las zonas más periféricas del territorio. Eso implicó un crecimiento importante del pie de fuerza militar, así como inversiones considerables en armamento y profesionalización de las Fuerzas Militares.
Pero el país no ha hecho esfuerzos similares para garantizar la seguridad ciudadana. Y las experiencias de países como El Salvador y Guatemala demuestran que, con la terminación de las guerras, la inseguridad ciudadana tiende a incrementar.
De ahí que el país se enfrenta al reto de hacer una reforma profunda al sector seguridad, que permita desarticular los grupos de crimen organizado que operan en ciudades como Bogotá y desescalar la conflictividad urbana. Esto implica pasar de una visión militar de la seguridad a un enfoque de justicia, que asegure la protección de los ciudadanos.
Una estrategia de este tipo, además de articular medidas de prevención, debería incluir al menos tres componentes de fortalecimiento de la justicia:
(i) Conducción estratégica. La mayoría de los procesos judiciales relacionados con la criminalidad urbana no responde a una estrategia para desmantelar estos grupos, sino a capturas caso a caso, en flagrancia y por delitos menores que son excarcelables. En muchos casos, además, las capturas resultan en libertades y en reincidencia, porque se llevan a cabo con poca evidencia o sin el cumplimiento de los protocolos legales.
En cambio, una estrategia seria de persecución penal debería concentrar los indicadores de éxito menos en las capturas y más en la judicialización efectiva de los líderes de las estructuras criminales.
(ii) Articulación. Es necesario profundizar en la incipiente coordinación entre las labores de la alcaldía, la Policía, la Fiscalía, los investigadores técnicos y los jueces.
Bogotá se beneficiaría mucho de acuerdos formales y periódicos entre estas entidades sobre las prioridades de política criminal y con base en diagnósticos técnicos, de tal forma que más allá de la independencia judicial en cada caso, los esfuerzos de seguridad y justicia estén articulados y remen en la misma dirección.
(iii) Disminuir los impactos negativos de las economías ilegales. Desmantelar organizaciones criminales supone también luchar contra las economías ilegales y los universos patrimoniales que las soportan.
Para ello, es fundamental fortalecer los procesos de extinción de dominio, la lucha contra el lavado de activos y contra la corrupción, y sofisticar nuestra capacidad de investigación criminal en Bogotá, mediante, por ejemplo, sistemas de información, cupos en salas de interceptación, ampliación de la planta de agentes encubiertos activos y conformación de grupos interdisciplinarios de analistas.
A pesar de la considerable mejoría en las condiciones de seguridad en la ciudad en los últimos 20 años, solo el 19 % de los bogotanos se siente seguro en la ciudad, según la encuesta de percepción ciudadana del 2017 de Bogotá Cómo Vamos.
El fin de la guerra representa una oportunidad única para Bogotá: pasar a un enfoque integral de seguridad y justicia. Pero ello depende de que pongamos en marcha una reforma profunda al sector seguridad y fortalezcamos seriamente la capacidad de administración de justicia local.
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